jueves, 31 de octubre de 2013

El vestido rojo

Aún recuerdo aquella noche en la que se fue la luz. Era muy pequeño y acabábamos de mudarnos a aquel bloque de edificios. Era pequeño y modesto. No excesivamente limpio, pero lo suficiente como para no tildarlo de sucio o insalubre. También recuerdo al casero, el cual nos recibió a mi madre y a mi. Un hombre entrado en edad, con el pelo vetado de blanco, un poco encorvado y una mirada que a día de hoy aún recuerdo y describiría como gélida y aterradora.



Nos llevó hasta la que sería nuestra nueva casa, un piso pequeño pero acogedor. Recuerdo como enseño a mi madre como hacer funcionar la pequeña caldera escondida en un armario en la cocina mientras yo investigaba la casa y buscaba la que sería mi habitación.
Cuando terminé volvía al salón cuando al salir del cuarto el casero apareció como de la nada ante mi.
Ahogué un gritó, pero no pude reprimir el temblequeo de mis rodillas. El casero sonrió al verme en ese estado, al parecer es lo que había buscado con su aparición.

-Chaval.... Si te veo husmeando fuera de estas cuatro paredes.... Ja ,ja, ja... Mejor que no lo sepas. -su risa me heló la sangre y erizó cada vello de mi nuca y espalda.

Intenté contestar, pero se me había hecho un nudo en la garganta y sentía como iba a llorar. Haber pronunciado cualquier sonido hubiese abierto las puertas al llanto. Además el miedo me impedía contestar.

-¿Está claro? -estaba molesto porque no contestaba. Se impacientaba.

Asentí lentamente con la cabeza.

-Así me gusta.

Se dio la vuelta y corrí hasta el cuarto de baño a esconder, lugar del que no salí hasta que mi madre me buscó una vez se hubo ido el casero.

El resto del día trascurrió lentamente en largos paseos transportando cajas hasta el piso y desempaquetando cosas. Para cuando la noche llegó todas las cajas estaban ya donde debían, pero pocas cosas fuera de ellas y no teníamos nada que cenar, así que mi madre salió en busca de un supermercado mientras yo seguía desempaquetando los recuerdos de una casa anterior, hasta que se fue la luz.

Hacía poco que había conseguido superar mi miedo a la oscuridad, por lo que una parte de mi, aún no consciente de haber superado aquel temor lleno mi mente de cosas aterradoras que podrían estar ocultas tras aquella ausencia de luz. Respiré hondo hasta calmarme luego deambulé lentamente por la casa en busca de la linterna que estaría oculta quien sabe en que caja.
No hubo suerte, la linterna no apareció por ningún lado y ya dejado llevar por la ansiedad empece a correr  de vuelta a mi cuarto cuando al final de pasillo me pareció ver una especie de tela rojiza que flotó unos instantes antes de desaparecer. La creciente curiosidad hacia aquel fenómeno aparcó el miedo a un lado y me encontré avanzando por el pasillo hacía el salón. Allí tampoco había nada. Miré a mi alrededor. Se había desvanecido, solo conseguía distinguir contornos en la oscuridad como prueba de que mi vista se estaba acostumbrado a la oscuridad.

Abatido por la pérdida del misterio me dispuse a volver a buscar la linterna cuando otra vez cerca de la puerta de entrada distinguí de nuevo algo de color rojo flotando, pero esta vez lo vi mejor, era algo más grande que un trozo de tela, ¿quizás una manta? Aún no podía estar seguro.

Corrí detrás de ella, pero nuevamente había desaparecido. La puerta, la cual había cerrado cuando mi madre se fue estaba entreabierta. Me quede mirándola unos segundo cuando a lo lejos lo volví a ver, pero esta vez distinguí que era: un vestido rojo. Un largo y elegante vestido rojo. No conseguí ver quien era pues pareció darse cuenta de que la había visto y bajó por las escaleras desapareciendo tras ellas. Mis piernas echaron a andar siguiéndola, ignorando cualquier otra pensamiento u orden que pudiera yo tener, aunque la verdad es que aquello me tenía fascinado.

Bajé los tres pisos siguiendo a la mujer del vestido rojo, la cual siempre iba muy por delante de mi, pero lo suficiente como para que no la perdiera de vista y pudiera seguirla. Ella se movía con unos pasos largos y elegantes que provocaban que el vestido bailara en el aire dotando al conjunto de una gran elegancia.

Absortos en mis pensamientos en mis pensamientos sobre aquella mujer de rojo acabé bajando hasta el sótano, en el cual hacía bastante frío y se notaba la humedad. Avancé por un largo y estrecho pasillo siguiendo con la mirada al lejano vestido rojo, el cual era lo que más destacaba en la inmensa oscuridad, pero entonces, desapareció ante mis ojos.
Corrí hasta el punto donde lo había visto desvanecerse. Solo había una puerta metálica, la cual parecía estar cerrada, pero por alguna razón la empujé y se abrió. Esperaba un chirrido, pero se abrió sin producir ruido alguno.

Entré, pero ni yo ni nadie hubiese estado preparado para lo que vi allí. Colgado en medio de una sala de un techo alto se encontraba la mujer del vestido rojo. Sus brazos y piernas en carne viva estaban rodeado de alambre de espino que se perdía en la oscuridad lo más probable que para acabar en la pared. La piel de aquella mujer rojiza a causa de las heridas provocadas por las espinas estaba llena de sangre que brotaba de sus heridas y caía hasta el vestido el cual se teñía cada vez más de rojo.
De su espalda y brazos salían cientos finísimos tubos que trasportaban un líquido rojo. No tuve que ser muy listo para averiguar que era.
La mujer, que parecía haberse dado cuenta de mi llegada, alzó la cabeza y el pelo que le tapaba la cara, el cual estaba teñido del mismo elemento del vestido dejó ver su rostro. Desde las raíces del pelo parecía que le manase más sangre, que le chorreaba por la cara y las que caían cerca de los ojos parecían lágrimas rojas.

Trató de decirme algo, pero su voz era débil y pastosa, apena un débil balbuceo ininteligible por culpa de la sangre que le caía por cara.

Me quedé helado, sin ser capaz de moverme, de reaccionar, inmóvil. Mentiría si dijera que eché a correr, aunque también mentiría si dijera que recuerdo que pasó después de aquello. Todo cuanto recuerdo después de aquello es lo que he oído por mi madre. Al parecer aparecí en la entrada del edificio, en una esquina en posición fetal, llorando, con las manos llenas de sangre que nunca se supo de donde vino pues no me encontraron ninguna herida y en un profundo estado shock.

Solo recuerdo como aquellos azules ojos en contraste con la sangre me miraban como si pidieran ayuda, una ayuda que nunca llegó.

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